Google
 

miércoles, abril 08, 2009

EL MEDITADOR DE LA CIA 3a. y última Parte

La primera hora de meditación, antes de la salida del sol, era la más hermosa. Un viento fresco, cargado de aromas, soplaba desde el valle, atravesaba la terraza, rozaba aquellas masas triangulares e inmóviles de gente envuelta en mantas y desaparecía en el bosque de la colina, tan oscuro todavía. La presencia de John, envuelto como estaba en aquella manta blanca que le cubría la mitad del rostro era alentadora. A sus pies, el general era la prueba de que meditar era posible: permanecía inmóvil, pero de algún modo estaba muy lejos de nosotros. Yo, sentado, observaba detenidamente aquella muda escena de paz antes de cerrar mis ojos. Me parecía que el grupo liberaba una gran cantidad de energía, y que el esfuerzo común elevaba el esfuerzo de cada uno.

La mañana del octavo día conseguí elevar el mío. Las piernas me dolían mucho, estaba a punto de volver a rendirme, pero de repente mi sufrimiento se apaciguó, el dolor dejó de darme miedo, empezó a disolverse y desapareció. Lo había logrado. Mi mente ya no era un mono que saltaba de rama en rama. Fue un placer enorme. Después, oí las palabras de John: . Incluso el placer de haber domado la mente, de haber dominado el dolor, era pasajero: era aniicia, y dejé que se fuese. Regresé al punto en el que la respiración toca la piel y me pareció verme desdoblado: la mente, fuera de mí, miraba al cuerpo, y este se había reducido a un esqueleto insensible a través del que sentía y veía soplar la brisa del alba. Una sensación que nunca antes había experimentado. Oí la voz de John pronunciando su amen y el gong anunciando el desayuno, pero permanecí inmóvil, como si hubiese perdido parte de mi pesada humanidad.

Las horas que siguieron no fueron tan excepcionales, pero el tiempo pasaba sin que esperase su final con impaciencia. Meditar ya no era una prueba de resistencia contra reloj, como estar bajo el agua hasta que se siente que los pulmones estallan. Meditar se había convertido en lo que debía ser: un ejercicio de concentración. Tuve la impresión de algo, como a nadar o a leer. Ahora me tocaba a mí. Había puesto riendas a esa bestia que era mi mente: ahora se trataba de decidir hacia donde cabalgar.

Usé la pausa del mediodía par ir a meditar sobre la cascada. Después del anapanaa, entré en la piel, me perdí en una célula y se me abrió el vacío. Vinieron a mi encuentro imágenes doradas de rostros conocidos: mi madre, mi padre.....Después llegaron rostros desconocidos; después, bellísimos colores. ¡Lo había logrado!

De nuevo tuve fortísimos calambres y no pocas dificultades, pero ya sabía que eran pasajeros y que era capaz de regresar a aquella puerta y de atravesarla. Había entendido especialmente la grandeza de John y de su método: alcanzar la idea de no permanencia, alcanzar la conciencia de aniiccia, usando el dolor que provoca la inmovilidad. Una vez aceptado que aquel dolor era tan pasajero como todo el resto, el gran paso estaba dado.

Aquella experiencia me reafirmó en mi hipótesis: la fe exclusiva en la ciencia nos había restado a los occidentales un interesante bagaje de conocimiento. Al enfilar la autopista del saber científico, habíamos olvidado el resto de los senderos que, en otro tiempo, también nosotros conocimos. Tenía la prueba: el dolor no es solo un fenómeno físico controlable mediante una pastilla. Se puede llegar al mismo resultado adiestrando la mente.

¿Era esa la respuesta a la pregunta de Leopold? ¿Era posible que haber aprendido a usar la mente fuese algo que guardar en la maleta y llevar conmigo, de modo que al volver a Europa tuviese algo más que explicar que un puñado de viejas historias de marinos?

La ultima hora de meditación se dedicó a la práctica de la La idea era que, al finalizar el curso y ya con la mente calmada y purificada, todos compartiésemos los méritos adquiridos con la práctica. Era un himno al amor, y John lo concluyó leyendo la magnifica carta de San Pablo a los Corintios: . Y nada es lo que han añadido veinte siglos de pensamiento.

Después se recitó una larga lista de personas, a las que dedicamos nuestro agradecimiento y parte de los por haber contribuido al curso. Entre ellas se hallaba la propietaria de uno de los massage-parlours más famosos de Bangkok, quien habría proporcionado todas nuestras comidas vegetarianas. ¡Así es Tailandia!

Fuimos al fin liberados de los votos y del compromiso de guardar el Noble Silencio. Durante la noche se celebraría una cena ---- no vegetariana y regada con buen vino ---- para celebrar el final de nuestro retiro y para que los participantes pudiésemos hablar y conocernos. ¡No era lo que yo deseaba! Cogí mi mochila y me fui de allí.


La casa de Dan Reid estaba a media hora de automóvil de Pongyang; llegué a la caída del sol. Era una casa magnifica: construida completamente en madera según en el viejo estilo tailandés, estaba junto a la orilla de un río y disponía de una enorme terraza sobre el agua. Dan, que estudió chino en Berkeley, vivió quince años en Taiwán y aprendió Tai Ji chuan y Kung Fu, conoce y practica diversas religiones, del taoísmo al lamaísmo. Dan también es alguien que busca. Esta convencido de que en el pasado chino y tibetano existió una sabiduría hoy perdida, y utiliza su gran conocimiento de la lengua como llave para abrir esa caja fuerte olvidada. Ha escrito libros sobre métodos taoístas para mantenerse sanos, longevos y sexualmente activos. Yuki, su esposa, se ocupa de ciencias ocultas chinas y es, al igual que Dan, una gran experta en meditación.

Cenamos a base de tres distintos tipos de arroz y de minúsculos calamares. Eran los primeros que veía en mi plato, y me causaron cierta aversión.

Hablamos de gemas y piedras que, llevadas encima, sirven para atraer energía y alejar los peligros. Yuki dijo que creía en la desmaterialización de ciertos objetos. Explicó que, cuando era niña, una mujer le dobló los huesos de la mano para que entraran por la fuerza dos brazaletes de oro que quedaron en su brazo. Un día, al despertar, comprobó que uno de aquellos brazaletes había desaparecido. Era imposible que lo hubiese perdido. Lo buscaron por todas partes, pero no lograron encontrarlo. La única explicación posible fue que se había desmaterializado. Se había convertido en energía. Yuki dijo que las viejas historias chinas están plagadas de sucesos de ese tipo.

Dan estaba escribiendo un libro de cocina china, y nos habló de una tarde que pasó en un nuevo restaurante de Cantón, muy especial. Las mesas estaban dispuestas en tres niveles alrededor de una enorme jaula de hierro, en cuyo interior se exhibían varios animales cuyo destino era servir de alimento: perros, serpientes, monos, osos y otras . Uno de los monos no tenía manos, porque su cliente sólo quiso comerse las palmas. Una vez cauterizada la herida con hierro al rojo vivo, el desdichado volvió a la jaula y allí esperaba, entre gritos de dolor, a que un cliente le quisiera comer su cerebro en vivo. Los cocineros de blanco uniforme entraban y salían de las jaulas con los trozos que pedían los clientes y las pobres bestias, que ya habían entendido la suerte que les esperaba, se ponían a gritar como posesos cada vez que alguien vestido de blanco se les acercaba, aunque sólo fuese para ir al baño.

---- En la próxima vida ---- dije yo ----, en aquel restaurante los monos serán cocineros y los cocineros, simios.

---- Fíjate, fíjate ---- rebatió dan ----. Sigues siendo occidental y cristiano. Tienes la necesidad de creer que hay justicia en alguna parte. Para un budista, en cambio, no es así. ---- Tuve que admitir que los diez días de meditación no me habían quitado el deseo de ajustar cuentas con los .

Dormí en la terraza a pierna suelta. Me desperté a las cinco sin necesidad de gong, fui a poner tres varitas de incienso en la sala de los Budas y medité frente al río durante más de una hora.

Me sentía muy bien, fuerte y purificado. Aquellos diez días de silencio, abstinencia y esfuerzos me habían renovado profundamente. Era el 23 de enero y, según el calendario chino, aún faltaban dos semanas para que acabase 1993 y, con él, mi año sin tomar aviones Pero sentí un gran deseo de reafirmarme como florentino, de volver a tener mi destino en las manos y de desafiar aquella prohibición con la que llevaba conviviendo trece meses.

Durante el desayuno anuncié que volvería a Bangkok en avión.
---- Tienes razón ---- dijo Yuki ----. Hoy es un día extremadamente propicio para ti. ---- Al levantarse, Yuki fue a meditar en la sala de los Budas y vio mis varitas de incienso. Leyó mi futuro en el modo en que cayeron las cenizas ----. No hay ningún problema. De verdad: ningún problema ---- siguió diciendo. Y me causó un gran placer. ¿Significaba eso que creía en los mensajes de la ceniza? ¡Y porqué no!

Era domingo y, sin haber hecho reserva, no fue fácil encontrar plaza en los vuelos Chiang Mai- Bangkok. Esperé horas y horas en el aeropuerto. Después me llamaron para el vuelo TG 119. ¿Un buen numero? me pregunté, como si lo hiciese siguiendo una vieja costumbre.

Todo se desarrolló con absoluta normalidad: la musiquilla, los cinturones de seguridad, el despegue, el anonimato de los pasajeros..... Cerré los ojos, me concentré en el punto en el que mi respiración toca la piel y seguí conociendo la niiccia hasta que noté como las ruedas pisaban la pista del aeropuerto de Bangkok.

Recordé algo que dijo el general en uno de los Discursos del atardecer: si uno muere meditando y la mente esta quieta en el ultimo instante, la reencarnación tendrá lugar en un lugar de gran paz y tranquilidad.
Esa ocasión me la perdí.



Sanuk


sábado, abril 04, 2009

EL MEDITADOR DE LA CIA 2a. Parte

Observaba meditar a John en su tarima, apenas por encima de mí, envuelto en una manta blanca e inmóvil como una estatua de yeso. Se veía relajado y concentrado; su frente estaba laxa y sus labios dibujaban una ligerísima sonrisa que casi me parecía burlona, como si con sus ojos cerrados pudiese ver algo que a mi me era negado, como si con aquellas grandes orejas de lóbulos anchos oyese algo más que el silencio de la naturaleza. John había dado aquel primer paso. No sé hacia qué , pero desde luego si hacía una que provocaba una calma que flotaba a su alrededor como un halo.
¡Extraña historia, la suya! Había nacido en Pensilvania en 1930, hijo de una humilde familia de mineros. Empezó a trabajar como mecánico y después como fotógrafo. Mientras cumplía el servicio militar, fue destinado a Japón: el proceso contra los criminales de guerra en Tokio tocaba a su fin, y John fue enviado para fotografiar a los imputados mientras les eran leídas sus sentencias de muerte. Una vez licenciado, regresó a los Estados Unidos, estudió en la universidad y logró ingresar en la CIA. Allí fue adiestrado en una tarea muy particular: abrir y cerrar todo tipo de cerraduras sin que nadie lo advirtiese. Las de una casa, de una oficina, de una embajada o incluso de una caja fuerte. Sus misiones consistían en llegar a una ciudad, estudiar durante semanas un edificio para poder entrar en él, fotocopiar documentos y regresar a casa. En 1950 fue enviado a Trieste y, después, a Roma. Llegó a Tailandia en 1954, para adiestrar a la policía fronteriza. Allí quedo impresionado por el budismo y empezó a meditar. Pasaron algunos años; en la CIA creyeron que su agente se había vuelto loco, de modo que le concedieron una pensión de invalidez por . Mientras tanto, John dirigió el Oriental Hotel de Bangkok durante un tiempo, después se casó, tuvo dos hijos y siguió meditando hasta convertir la meditación en su nueva misión.
En el tercer Discurso del atardecer sobre el Dharma, (un lenguaje que me revolvía el estomago), John dijo que la gran contribución de Buda fue la de haber entendido que la esencia del mundo esta en su inestabilidad, en su falta de permanencia o niiccia. De ahí viene todo el sufrimiento. La única vía para salir del dolor consiste en tomar conciencia de esa aniiccia.
Y así, pasados tres días de anapanaa, de concentración en el punto inmediatamente bajo la nariz donde la respiración toca la piel para tomar conciencia de las sensaciones de contacto, de calor y de movimiento del aire, pasamos a la autentica meditación: la vippasanaa o meditación interna. Ahora se trataba de dirigir aquella , a la contemplación del propio cuerpo.
Teníamos que empezar fijando toda la mente en aquel punto bajo la nariz, para después moverla hacia arriba, hacia el centro de la cabeza ---- entendí porque muchas estatuas de Buda tienen una llama en ese punto ----; y entonces, desde el punto más alto del cuerpo, muy lentamente y sin perder el control, debíamos trasladar la mente a la piel y debajo de ella, al cráneo y al interior del cerebro, a los ojos y a la nariz, y descender despacio hacia el interior del pecho (a los pulmones, el corazón, las venas, los huesos, el estomago) y aun más abajo, hacia las piernas y los dedos de los pies. Y no debíamos pensar en ninguna otra cosa, sino que nuestra mente debía ser como una linterna apuntando en la oscuridad de una caverna, debía tomar conciencia de cada sensación y darse cuenta de como todas ellas son transitorias; de como el dolor, el placer, la caricia del viento o un sonido, son siempre transitorios. Seguid conociendo la aniiccia.... La Aniiccia lo es todo>, repetía John con voz lenta y profunda. Conocer la aniiccia. Una hora tras otra, un día tras otro. Sin intercambiar una palabra con nadie y siempre conscientes de cada gesto, de cada paso al caminar, de cada bocado al comer, aunque estuviésemos fuera de la meditación. Podíamos sentir como cada sorbo de agua descendía hacia nuestro estomago, hasta posarse en él.
Alternándose en la tarima con el general, John empezaba sus horas de meditación con una plegaria que esperaba con placer:

Que todos los seres puedan liberarse
de la ignorancia, de los deseos, de las aversiones.
Que todos los seres puedan liberarse
del sufrimiento, del dolor, de los conflictos.
Que todos los seres puedan llenarse de infinita
gentileza amorosa y ecuanimidad.
Que todos los seres puedan alcanzar
la total iluminación>.

Y yo esperaba su amén aun con mayor placer, porque con él llegaba el final de la tortura. No hacía ningún progreso. Con grandes esfuerzos y dolores, conseguía estar más quieto que al principio, pero no estaba allí para eso. Mi objetivo era aprender a meditar, pero mis logros equivalían a cero. Me sucedía exactamente lo que un famoso monje muy versado en la meditación le dijera a John años atrás: .
A medida que pasaban los días, John me resultaba cada vez más y más convincente. No había en el nada de falso o presuntuoso. Era un hombre simple que creía haber descubierto una gran verdad. Era un laico que hacía un ejercicio no necesariamente religioso, pero si espiritual.
Cada vez que entraba o salía de la terraza de meditación, se volvía al Buda para saludarle con las manos unidas a la altura del pecho: simplemente, un gesto de agradecimiento y de respeto por haberle indicado el camino del Dharma. No había en el la menor traza de esa religiosidad chabacana de tantos otros convertidos.
¿Se trataba acaso de la que, según el joven adivino de Kentung, debía encontrar? Los hechos parecían coincidir perfectamente con la profecía; pero cuando John nos explicó en su discurso del atardecer que en sus inicios en Tailandia nadie quería enseñarle a meditar, hasta que finalmente encontró en Rangún a su gran maestro, noté un ligero escalofrío. , dijo. ¡Si! ¡Era el mismo nombre! , me había dicho el joven de Kengtung, . ¡Lo estaba siguiendo!
U Ba Khin era birmano. Nacido en 1899, entró en la administración colonial inglesa e hizo carrera en ella. Cuando en 1948 la Unión Birmana alcanzó la independencia, fue nombrado director general del Ministerio de Economía, Devoto budista, mostró interés por la meditación desde su juventud, y decidió poner al alcance de los laicos esa práctica espiritual que los bonzos habían monopolizado durante siglos. O se hacía monje, o era imposible meditar.
U Ba Khin empezó impartiendo cursos a sus empleados en el ministerio; después, en 1952, fundó en Rangún el Centro Internacional de Meditación. Cuando murió en 1971, la meditación se había convertido en un ejercicio espiritual accesible a cualquiera, como había sido dos mil quinientos años atrás, en los tiempos de Buda. Su método consistía en concentrar todos los esfuerzos en un curso de apenas diez días, de manera que el laico pudiese volver a su vida normal con la capacidad de meditar por su cuenta.
Según una de las anécdotas que John explicaba para amenizar sus Discursos del atardecer, el primer discípulo de U Ba Khin fue un jefe de estación. Viajando como inspector ferroviario por una remota zona de Birmania, U Ba Khin fue en su búsqueda acompañado por el responsable de la única estación de la zona. Cuando llegaron, una monja les dijo que el maestro estaba muy ocupado y que no recibía a nadie. , dijo U Ba Khin. En lo alto de un largo poste se alzaba una especie de cabaña-nido de hojas de bambú, en la que el monje llevaba varios días encerrado, meditando. Se abrió una portezuela, salió una nube de moscas y, después, U Ba khin vió como se asomaba la cabeza del arahant.
---- ¿Que buscas? ------pregunto simplemente el monje.
---- El Nirvana ---- respondió U Ba Khin.
---- ¿Y como crees que lo alcanzarás?
---- Entendiendo la aniiccia.
---- Muy bien. Entonces, enseña a los demás ---- dijo el arahant. Y, tras cerrar la portezuela, volvió a su meditación.
U Ba Khin ordenó al jefe de estación que adoptase la posición del loto y le pidió que espirase concentrando su atención en el punto en el que la respiración toca la piel.
El haber puesto la meditación al alcance de todos dio nueva vida a su práctica y facilitó su difusión en Occidente. John fue uno de los primeros discípulos de U Ba Khin, y el propio maestro le autorizó a enseñar en Europa.
---- Entonces, maestro, tú que conoces Occidente, no te ofenderás ---- le dije aprovechando el único momento en el que, llamado a su bungaló para referirle mis progresos en la meditación, estuve autorizado a romper mi Noble Silencio ----, no te ofenderás si te digo que en todos estos días no he logrado meditar ni un sólo minuto; que, en lugar de concentrarme en mi nariz, mi mente ha hecho de todo: desde pintar mi casa de campo hasta un proyecto para ampliar mi biblioteca. En lugar de pensar en la respiración, he pensado en cosas que debo escribir y en lo absurdo que me resulta estar aquí; cuando tu dices que pensemos en la , pienso en apretar la tuya, porque me obligas a esta tortura; cuando dices , pienso en las que hay bajo las faldas de todas las tailandesas que hay a mi alrededor. ¡Incluso en las de esa vieja y fea de la última fila!
John rió divertido.
---- No desesperes ---- dijo ----. Todo eso de lo que me hablas es pasajero. Terminará. Es posible que tu mente lleve siglos sin estar bajo control. ¿Y tú quieres domarla de buenas a primeras? ¿En pocos días? Espera. Insiste. Continúa conociendo la aniiccia.
La idea de que mi mente no se hubiese ejercitado me hizo reír. Pero, ¿quien sabe? Podía ser cierto.
Desde siempre, lo que más me ha gustado del budismo es su tolerancia, la ausencia de pecado, la falta de ese peso sordo que nosotros los occidentales, en cambio, llevamos siempre detrás y que, en el fondo, constituye la cola de nuestra civilización: el sentimiento de culpa. No hay nada en los países budistas que sea terriblemente reprobable. Nadie te echa nada a la cara, nadie te sermonea o intenta darte una lección. Por eso, se trata de países agradables, en los que se sienten a gusto muchos jóvenes occidentales que viajan hasta ellos en busca de libertad.
El budismo te deja en paz: nunca te pide nada, y mucho menos que te conviertas al budismo. Una de las prohibiciones de los monjes budistas es la de enseñar su religión a quien no lo pida expresamente; otra ---- muy interesante ---- es la de no jactarse por sus progresos en la meditación. El budismo siempre te deja ser lo que tú quieras. Dice que no hay que matar, pero todos matan. ¿Y los asesinos? Es su problema. ¡Tendrán reencarnaciones malas! Ninguno intenta hacer justicia aquí y ahora. Al contrario: no nos corresponde a nosotros hacerla. Por eso, la caridad no es un deber moral. Al contrario: ayudar a los pobres les impide liberarse de su karma negativo; hacerse cargo de un leproso significa impedir su salvación a través del sufrimiento y privarle de un renacimiento positivo. ¿La casa del vecino arde? ¡Tendrá algo que ver con su vida anterior!
Más que una religión, el budismo es un modo de vivir; es una interpretación del mundo desde el punto de vista de una sociedad campesina que, al estar siempre muy cerca de la naturaleza, necesita explicarse su absoluta crueldad. En la naturaleza no hay justicia; en ella nunca se pasan cuentas. Entonces, ¿por que querer pasar cuentas entre los hombres, si estos también son parte de la naturaleza?
El budismo tampoco tiene aspiraciones de conquista, no es misionero ni va a la caza de almas. ¿Quieres ser budista? ¿Si? ¡Lograrlo es tu problema! Por eso, nunca se ha enseñado la meditación. Y no es casualidad que la difusión mundial que hoy vive el budismo ---- además de por el fenómeno tibetano ---- se deba principalmente a los convertidos occidentales que, al no haber perdido su instinto de cruzados, abren centros por doquier para difundir esta religión.
En el fondo, si se toma en serio y se lleva a sus últimas consecuencias, el budismo es la negación de la sociedad civil y, en consecuencia, del progreso. Si todo es transitorio, si no es posible huir de la ley de causa y efecto y la única salvación consiste en adquirir indiferencia por la vida, en meditar para escapar del terrible ciclo de nacimiento y muerte, entonces nada tiene importancia, todo es inútil, todo debería detenerse: una visión de gran pesimismo y de consecuencias nihilistas.
¿Que sociedad resultaría si sus miembros llevasen estas ideas a sus últimas consecuencias? Una sociedad auténticamente budista solo podría ser inmóvil e inactiva. Por supuesto, en la práctica no ha existido nunca una sociedad así, sino que todas han seguido existiendo gracias a una formula de extrema tolerancia: han dejado meditar a los monjes (por lo general, solo a los menos dotados, mientras que los más inteligentes se dedicaban a la doctrina) y han dejado que la gente manteniendo vivos los monasterios con sus donaciones. Los comunes mortales seguían viviendo según su naturaleza, mientras que los bonzos servían con su ejemplo para recordar todas las virtudes que los demás no podían alcanzar. Así, se establecía un equilibrio y la sociedad avanzaba, olvidando el pesimismo.



Sanuk