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sábado, abril 04, 2009

EL MEDITADOR DE LA CIA 2a. Parte

Observaba meditar a John en su tarima, apenas por encima de mí, envuelto en una manta blanca e inmóvil como una estatua de yeso. Se veía relajado y concentrado; su frente estaba laxa y sus labios dibujaban una ligerísima sonrisa que casi me parecía burlona, como si con sus ojos cerrados pudiese ver algo que a mi me era negado, como si con aquellas grandes orejas de lóbulos anchos oyese algo más que el silencio de la naturaleza. John había dado aquel primer paso. No sé hacia qué , pero desde luego si hacía una que provocaba una calma que flotaba a su alrededor como un halo.
¡Extraña historia, la suya! Había nacido en Pensilvania en 1930, hijo de una humilde familia de mineros. Empezó a trabajar como mecánico y después como fotógrafo. Mientras cumplía el servicio militar, fue destinado a Japón: el proceso contra los criminales de guerra en Tokio tocaba a su fin, y John fue enviado para fotografiar a los imputados mientras les eran leídas sus sentencias de muerte. Una vez licenciado, regresó a los Estados Unidos, estudió en la universidad y logró ingresar en la CIA. Allí fue adiestrado en una tarea muy particular: abrir y cerrar todo tipo de cerraduras sin que nadie lo advirtiese. Las de una casa, de una oficina, de una embajada o incluso de una caja fuerte. Sus misiones consistían en llegar a una ciudad, estudiar durante semanas un edificio para poder entrar en él, fotocopiar documentos y regresar a casa. En 1950 fue enviado a Trieste y, después, a Roma. Llegó a Tailandia en 1954, para adiestrar a la policía fronteriza. Allí quedo impresionado por el budismo y empezó a meditar. Pasaron algunos años; en la CIA creyeron que su agente se había vuelto loco, de modo que le concedieron una pensión de invalidez por . Mientras tanto, John dirigió el Oriental Hotel de Bangkok durante un tiempo, después se casó, tuvo dos hijos y siguió meditando hasta convertir la meditación en su nueva misión.
En el tercer Discurso del atardecer sobre el Dharma, (un lenguaje que me revolvía el estomago), John dijo que la gran contribución de Buda fue la de haber entendido que la esencia del mundo esta en su inestabilidad, en su falta de permanencia o niiccia. De ahí viene todo el sufrimiento. La única vía para salir del dolor consiste en tomar conciencia de esa aniiccia.
Y así, pasados tres días de anapanaa, de concentración en el punto inmediatamente bajo la nariz donde la respiración toca la piel para tomar conciencia de las sensaciones de contacto, de calor y de movimiento del aire, pasamos a la autentica meditación: la vippasanaa o meditación interna. Ahora se trataba de dirigir aquella , a la contemplación del propio cuerpo.
Teníamos que empezar fijando toda la mente en aquel punto bajo la nariz, para después moverla hacia arriba, hacia el centro de la cabeza ---- entendí porque muchas estatuas de Buda tienen una llama en ese punto ----; y entonces, desde el punto más alto del cuerpo, muy lentamente y sin perder el control, debíamos trasladar la mente a la piel y debajo de ella, al cráneo y al interior del cerebro, a los ojos y a la nariz, y descender despacio hacia el interior del pecho (a los pulmones, el corazón, las venas, los huesos, el estomago) y aun más abajo, hacia las piernas y los dedos de los pies. Y no debíamos pensar en ninguna otra cosa, sino que nuestra mente debía ser como una linterna apuntando en la oscuridad de una caverna, debía tomar conciencia de cada sensación y darse cuenta de como todas ellas son transitorias; de como el dolor, el placer, la caricia del viento o un sonido, son siempre transitorios. Seguid conociendo la aniiccia.... La Aniiccia lo es todo>, repetía John con voz lenta y profunda. Conocer la aniiccia. Una hora tras otra, un día tras otro. Sin intercambiar una palabra con nadie y siempre conscientes de cada gesto, de cada paso al caminar, de cada bocado al comer, aunque estuviésemos fuera de la meditación. Podíamos sentir como cada sorbo de agua descendía hacia nuestro estomago, hasta posarse en él.
Alternándose en la tarima con el general, John empezaba sus horas de meditación con una plegaria que esperaba con placer:

Que todos los seres puedan liberarse
de la ignorancia, de los deseos, de las aversiones.
Que todos los seres puedan liberarse
del sufrimiento, del dolor, de los conflictos.
Que todos los seres puedan llenarse de infinita
gentileza amorosa y ecuanimidad.
Que todos los seres puedan alcanzar
la total iluminación>.

Y yo esperaba su amén aun con mayor placer, porque con él llegaba el final de la tortura. No hacía ningún progreso. Con grandes esfuerzos y dolores, conseguía estar más quieto que al principio, pero no estaba allí para eso. Mi objetivo era aprender a meditar, pero mis logros equivalían a cero. Me sucedía exactamente lo que un famoso monje muy versado en la meditación le dijera a John años atrás: .
A medida que pasaban los días, John me resultaba cada vez más y más convincente. No había en el nada de falso o presuntuoso. Era un hombre simple que creía haber descubierto una gran verdad. Era un laico que hacía un ejercicio no necesariamente religioso, pero si espiritual.
Cada vez que entraba o salía de la terraza de meditación, se volvía al Buda para saludarle con las manos unidas a la altura del pecho: simplemente, un gesto de agradecimiento y de respeto por haberle indicado el camino del Dharma. No había en el la menor traza de esa religiosidad chabacana de tantos otros convertidos.
¿Se trataba acaso de la que, según el joven adivino de Kentung, debía encontrar? Los hechos parecían coincidir perfectamente con la profecía; pero cuando John nos explicó en su discurso del atardecer que en sus inicios en Tailandia nadie quería enseñarle a meditar, hasta que finalmente encontró en Rangún a su gran maestro, noté un ligero escalofrío. , dijo. ¡Si! ¡Era el mismo nombre! , me había dicho el joven de Kengtung, . ¡Lo estaba siguiendo!
U Ba Khin era birmano. Nacido en 1899, entró en la administración colonial inglesa e hizo carrera en ella. Cuando en 1948 la Unión Birmana alcanzó la independencia, fue nombrado director general del Ministerio de Economía, Devoto budista, mostró interés por la meditación desde su juventud, y decidió poner al alcance de los laicos esa práctica espiritual que los bonzos habían monopolizado durante siglos. O se hacía monje, o era imposible meditar.
U Ba Khin empezó impartiendo cursos a sus empleados en el ministerio; después, en 1952, fundó en Rangún el Centro Internacional de Meditación. Cuando murió en 1971, la meditación se había convertido en un ejercicio espiritual accesible a cualquiera, como había sido dos mil quinientos años atrás, en los tiempos de Buda. Su método consistía en concentrar todos los esfuerzos en un curso de apenas diez días, de manera que el laico pudiese volver a su vida normal con la capacidad de meditar por su cuenta.
Según una de las anécdotas que John explicaba para amenizar sus Discursos del atardecer, el primer discípulo de U Ba Khin fue un jefe de estación. Viajando como inspector ferroviario por una remota zona de Birmania, U Ba Khin fue en su búsqueda acompañado por el responsable de la única estación de la zona. Cuando llegaron, una monja les dijo que el maestro estaba muy ocupado y que no recibía a nadie. , dijo U Ba Khin. En lo alto de un largo poste se alzaba una especie de cabaña-nido de hojas de bambú, en la que el monje llevaba varios días encerrado, meditando. Se abrió una portezuela, salió una nube de moscas y, después, U Ba khin vió como se asomaba la cabeza del arahant.
---- ¿Que buscas? ------pregunto simplemente el monje.
---- El Nirvana ---- respondió U Ba Khin.
---- ¿Y como crees que lo alcanzarás?
---- Entendiendo la aniiccia.
---- Muy bien. Entonces, enseña a los demás ---- dijo el arahant. Y, tras cerrar la portezuela, volvió a su meditación.
U Ba Khin ordenó al jefe de estación que adoptase la posición del loto y le pidió que espirase concentrando su atención en el punto en el que la respiración toca la piel.
El haber puesto la meditación al alcance de todos dio nueva vida a su práctica y facilitó su difusión en Occidente. John fue uno de los primeros discípulos de U Ba Khin, y el propio maestro le autorizó a enseñar en Europa.
---- Entonces, maestro, tú que conoces Occidente, no te ofenderás ---- le dije aprovechando el único momento en el que, llamado a su bungaló para referirle mis progresos en la meditación, estuve autorizado a romper mi Noble Silencio ----, no te ofenderás si te digo que en todos estos días no he logrado meditar ni un sólo minuto; que, en lugar de concentrarme en mi nariz, mi mente ha hecho de todo: desde pintar mi casa de campo hasta un proyecto para ampliar mi biblioteca. En lugar de pensar en la respiración, he pensado en cosas que debo escribir y en lo absurdo que me resulta estar aquí; cuando tu dices que pensemos en la , pienso en apretar la tuya, porque me obligas a esta tortura; cuando dices , pienso en las que hay bajo las faldas de todas las tailandesas que hay a mi alrededor. ¡Incluso en las de esa vieja y fea de la última fila!
John rió divertido.
---- No desesperes ---- dijo ----. Todo eso de lo que me hablas es pasajero. Terminará. Es posible que tu mente lleve siglos sin estar bajo control. ¿Y tú quieres domarla de buenas a primeras? ¿En pocos días? Espera. Insiste. Continúa conociendo la aniiccia.
La idea de que mi mente no se hubiese ejercitado me hizo reír. Pero, ¿quien sabe? Podía ser cierto.
Desde siempre, lo que más me ha gustado del budismo es su tolerancia, la ausencia de pecado, la falta de ese peso sordo que nosotros los occidentales, en cambio, llevamos siempre detrás y que, en el fondo, constituye la cola de nuestra civilización: el sentimiento de culpa. No hay nada en los países budistas que sea terriblemente reprobable. Nadie te echa nada a la cara, nadie te sermonea o intenta darte una lección. Por eso, se trata de países agradables, en los que se sienten a gusto muchos jóvenes occidentales que viajan hasta ellos en busca de libertad.
El budismo te deja en paz: nunca te pide nada, y mucho menos que te conviertas al budismo. Una de las prohibiciones de los monjes budistas es la de enseñar su religión a quien no lo pida expresamente; otra ---- muy interesante ---- es la de no jactarse por sus progresos en la meditación. El budismo siempre te deja ser lo que tú quieras. Dice que no hay que matar, pero todos matan. ¿Y los asesinos? Es su problema. ¡Tendrán reencarnaciones malas! Ninguno intenta hacer justicia aquí y ahora. Al contrario: no nos corresponde a nosotros hacerla. Por eso, la caridad no es un deber moral. Al contrario: ayudar a los pobres les impide liberarse de su karma negativo; hacerse cargo de un leproso significa impedir su salvación a través del sufrimiento y privarle de un renacimiento positivo. ¿La casa del vecino arde? ¡Tendrá algo que ver con su vida anterior!
Más que una religión, el budismo es un modo de vivir; es una interpretación del mundo desde el punto de vista de una sociedad campesina que, al estar siempre muy cerca de la naturaleza, necesita explicarse su absoluta crueldad. En la naturaleza no hay justicia; en ella nunca se pasan cuentas. Entonces, ¿por que querer pasar cuentas entre los hombres, si estos también son parte de la naturaleza?
El budismo tampoco tiene aspiraciones de conquista, no es misionero ni va a la caza de almas. ¿Quieres ser budista? ¿Si? ¡Lograrlo es tu problema! Por eso, nunca se ha enseñado la meditación. Y no es casualidad que la difusión mundial que hoy vive el budismo ---- además de por el fenómeno tibetano ---- se deba principalmente a los convertidos occidentales que, al no haber perdido su instinto de cruzados, abren centros por doquier para difundir esta religión.
En el fondo, si se toma en serio y se lleva a sus últimas consecuencias, el budismo es la negación de la sociedad civil y, en consecuencia, del progreso. Si todo es transitorio, si no es posible huir de la ley de causa y efecto y la única salvación consiste en adquirir indiferencia por la vida, en meditar para escapar del terrible ciclo de nacimiento y muerte, entonces nada tiene importancia, todo es inútil, todo debería detenerse: una visión de gran pesimismo y de consecuencias nihilistas.
¿Que sociedad resultaría si sus miembros llevasen estas ideas a sus últimas consecuencias? Una sociedad auténticamente budista solo podría ser inmóvil e inactiva. Por supuesto, en la práctica no ha existido nunca una sociedad así, sino que todas han seguido existiendo gracias a una formula de extrema tolerancia: han dejado meditar a los monjes (por lo general, solo a los menos dotados, mientras que los más inteligentes se dedicaban a la doctrina) y han dejado que la gente manteniendo vivos los monasterios con sus donaciones. Los comunes mortales seguían viviendo según su naturaleza, mientras que los bonzos servían con su ejemplo para recordar todas las virtudes que los demás no podían alcanzar. Así, se establecía un equilibrio y la sociedad avanzaba, olvidando el pesimismo.



Sanuk


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