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sábado, marzo 28, 2009

EL MEDITADOR DE LA CIA

Quiero compartir con los lectores de mi blog (como he hecho en otras ocasiones), algo que escribió el magnífico periodista y escritor Italiano Tiziano Terzani, sobre su experiencia Budista y meditativa.
De su libro que por cierto recomiendo mucho leer, "Un Adivino me dijo", viene este capitulo que me pareció que interesará a aquellas personas que como yo, seguimos buscando, leyendo y experimentando esto de la meditación.





Por el tamaño de lo escrito, hemos decidido publicarlo en tres partes. Aquí va la primera.

EL MEDITADOR DE LA CIA

Y así....., yo también fui capaz. Tan quieto como una piedra, sentado en el suelo con las piernas cruzadas y las manos a la altura del ombligo, una sobre otra, con las palmas vueltas hacia arriba; la espalda recta, los hombros relajados, los ojos cerrados......
Pensaba solo en la punta de mi nariz, buscando ese instante en el que la respiración, lenta y ligera, entra y sale hasta que toca un preciso punto de la piel. Así, una hora tras otra. Un día tras otro: sin pronunciar palabra, comiendo vegetariano ---- la última comida, antes del mediodía ----, traerme, intentando ser consciente de cada gesto, de cada pensamiento, de cada sensación.
La meditación: había pasado media vida en Asia y nunca me había interesado en practicarla. Oía hablar de gente que lo hacía, que acudía a cursos, pero me parecía algo que nada tenia que ver conmigo: cosas para desorientados, una respuesta evasiva a los problemas del mundo. Resulta increíble, pero así es. Había visitado decenas de templos en China, en Japón, en el Tíbet, en Corea, en Tailandia o en Indochina; había pasado días y días en monasterios budistas, pero nunca me había planteado el tema de la meditación. ¿Para que sirve? ¿Como se practica? ¿Cual es su sentido?
Había acumulado diversos Budas y convivido con ellos ---- uno birmano, de bronce, presidió silenciosamente mi biblioteca durante más de veinte años-----pero lo hice solo atraído por la belleza plástica de las estatuas. Nunca me había preguntado que hacían allí, sentados en la posición de loto, con aquella sonrisa magnánima, los ojos semicerrados, una mano sobre la rodilla y la otra tocando el suelo. De verdad que nunca me lo había preguntado, como alguien que no se haya preguntado nunca por el sentido de ese Cristo crucificado que tiene sobre su cama desde que nació.
Pero la vida es un continuo desaprovechar. ¡Con cuanta buena gente tropezamos sin darnos cuenta de ello, y cuantas cosas buenas nos pasan desapercibidas por el camino que hacemos cada día, de vuelta a casa! Pero siempre encontramos la ocasión precisa: por alguna especie de azar alguien te detiene y te hace prestar atención a esto o a aquello. El camino que me había llevado al retiro de Pongyang fue un autentico laberinto, pero al final, en parte atendiendo a los consejos de los adivinos ---- ¡Medita!, me dijeron muchos de ellos ---- y en parte siguiendo los guijarros blancos diseminados por Karma Chang Choub, decidí hacer caso a Leopold. Después de haberme hablado de su maestro en tantas ocasiones, Leopold me dijo en noviembre que John Coleman vendría a Tailandia para celebrar uno de sus famosos cursos y me recomendó inscribirme en el.
---- Debes entender la meditación ---- decía ----, de otro modo, ¿que has estado haciendo todos estos años en Asia?
La idea de aprender a meditar gracias a un americano ex agente de la CIA me pareció extraña, pero es bien cierto ---- como Leopold decía ---- que a veces se necesita a un mediador occidental para llegar a entender ciertas cosas de Oriente.
El retiro se hallaba en Pongyang, en el Norte de Tailandia. Se trataba de una serie de bungaloes de madera y techo de paja, esparcidos en el lado de un valle estrecho y verdísimo entre gigantescos arbustos de bambú, manchas de flores y poblados bosquecillos; en el otro lado del valle se alzaba la vieja jungla, con sus árboles de enormes y espumosas copas. El pabellón de meditación era una terraza de madera, escasamente alejada de una cascada de aguas espumosas. Después, el torrente formaba un pequeño lago rodeado de flores rojas y naranjas.
La jornada empezaba antes de la salida del sol con el sonar de un gong que, desde la terraza, retumbaba gentil pero severo por todo el valle, haciendo que muy pronto apareciese la treintena de linternas de los participantes que, como luciérnagas en la oscuridad, remontábamos la colina. Después, cada uno ocupaba un puesto sobre su cojín cuadrado y meditaba durante una hora encarado a una tarima baja situada junto a un pequeño altar con un Buda y algunas flores, sobre la que meditaba el . Seguían el desayuno, dos horas de meditación guiada con un intervalo de quince minutos, el almuerzo ---- vegetariano ---- a las once, dos horas de reposo y, después, de nuevo dos horas de meditación. Al atardecer recibíamos una lección sobre el Dharma, la vía de Buda. El gong marcaba el ritmo de las horas. Sonaba por última vez, lento y caluroso, a las nueve: la hora de acostarse.
Necesite doce horas de tren y una de automóvil para llegar a Pongyang, pero estuve a punto de irme en el preciso instante en que llegué. Cuando lo hice, el resto de participantes ya estaba allí. Se trataba en su mayoría de mujeres de mediana edad: ninguna era hermosa, ninguna era amada, pero todas eran inteligentes y aun sentían curiosidad, de manera que ninguna aceptaba los mediocres roles que la sociedad les asignaba y, por ello, todas se hallaban en plena crisis vital. Eran el mismo tipo de mujeres que había encontrado en mis visitas a adivinos a lo largo del año. Las tailandesas eran las más ricas, mientras que las extranjeras se habían curtido en otras meditaciones ----algunas de ellas, como ocurre con todos los convertidos, eran fanáticas budistas ----. En cuanto a los hombres, no había ni uno solo interesante. Un suizo decía estar allí porque la salud era su ; otro, un pintor canadiense, porque la meditación le ayudaba a pintar mejor. Y yo, ¿que hacía allí? Me sentía como el paciente que, en la crujía de un manicomio, intenta convencerse de que esta allí por error, o de que no se encuentra en condiciones tan graves como las de sus vecinos.
Además de eso, los ---- John Coleman tenia un asistente y traductor tailandés ---- formaban una insólita pareja. Coleman, un hombretón grande y pesado, juvenil y simple, no tenía en absoluto ese aire ascético y santo que me esperaba en un meditador. Su asistente ---- de unos sesenta años, flaco, tieso y elegante, con sus cabellos blancos cortados al cero como un marine ---- parecía exactamente lo que era: un general de la policía.
John y el general se conocieron en Bangkok a principios de los años cincuenta. Y fue precisamente este último ----entonces un joven capitán-----, quien introdujo a John ---- en aquel tiempo, un joven agente secreto norteamericano con la cobertura de businessman ---- en la senda de la meditación. Con los años, el capitán hizo carrera: fue aide de camp del rey y se había jubilado recientemente con la fama de haber sido uno de los jefes de policía más honestos que jamás haya tenido Tailandia. Devoto budista, había practicado la meditación durante más de cuarenta años, y ahora se tomaba como un autentico deber el enseñar a los demás.
Vencí mi arrogancia y decidí quedarme. Los primeros días fueron muy duros. La posición del loto me parecía muy cómoda apenas me sentaba, pero después de un cuarto de hora se hacía insoportable y, después de media hora, se convertía en una autentica tortura: mis rodillas parecían llenarse de alfileres, la espalda era un puro calambre y el deseo de moverme se hacía fortísimo. No conseguía ni siquiera por un instante. En lugar de concentrarse en el punto en que la respiración toca la piel, mi mente se convertía en , como John nos había advertido que podía suceder, y era del todo incapaz de crear .
---- Piensa solo en ese punto, siente solo la sensación de tu respiración tocando la piel. Piensa solo en ese punto..... ---- decía muy despacio John, sentado en su tarima como un enorme Buda de cera ----. En el instante en que la respiración toca la superficie de la piel, los tejidos nerviosos responden con una sensación, con la experiencia del tacto.... Sé consciente de esa sensación.... Sé consciente de la respiración que entra, que sale.... y los fuegos de la avaricia, del odio, de la ignorancia, del deseo, de la aversión, se extinguirán, y la mente quedara en calma, serena, libre del miedo y de la angustia....
Yo tenia los pies debajo de las rodillas, los ojos cerrados, las manos quietas, pero cuando no se fijaba en el dolor de las piernas o en mis ganas de levantarme y gritar, mi cabeza iba en todas direcciones: huía sin que pudiese retenerla. No la dominaba: no era mía. Inútil. El dolor se hacía insoportable y, antes de que John anunciase el final de la hora (interrumpiendo el silencio con su amen particular: ), yo cedía, me movía, cambiaba de posición, abría los ojos.......y me sentía frustrado viendo como los demás continuaban con total serenidad.
Estuve a punto de irme en varias ocasiones. ¿Que sentido tenia permanecer con los ojos cerrados ante una naturaleza tan hermosa? ¿Que sentido tenia pensar en negarme todo pensamiento e imponerme artificialmente un dolor, si antes o después la vida entregaría a todos una dosis, incluyéndome a mi mismo?
Escuche los primeros sermones del atardecer irritado por su mensaje.
---- En la vida, todo es sufrimiento. Se nace provocando sufrimiento, se muere sufriendo. Se sufre por lo que se quiere, se sufre cuando se tiene por miedo a perderlo.... ----- decía John. Me fastidiaba oírle hablar de o de . La idea era que, tras pasar los primeros tres días pensando únicamente en ese punto donde la respiración toca la piel, la mente lograría calmarse. Tanto el ejercicio ---- llamado anapanaa ---- como su explicación me parecieron intelectualmente humillantes.

Sin embargo, no faltaban los placeres. Uno era el silencio. En la ceremonia de apertura, nos comprometimos de manera bastante formal a respetar los Cinco Preceptos durante la duración del curso: no matar (y esto valía para todo ser vivo, incluidos los mosquitos, por lo que en Pongyang no se usaban insecticidas), no mentir, no tomar lo que no fuese dado, no tener relaciones sexuales () y no tomar sustancias intoxicantes (este se refería a no beber café ni fumar). Además, nos comprometimos a no comer pasado el mediodía, a no llevar joyas, a no usar perfumes y a no dormir en una cama demasiado cómoda. También debíamos guardar el Noble Silencio (es decir, no molestar a los demás hablando o murmurando). Eso me resultó magnifico.
Durante los paseos entre una y otra meditación nos cruzábamos con los otros participantes, pero no era necesario entablar conversación: bastaba con un mudo ademán de la cabeza. En la mesa no había necesidad de decir cualquier cosa para llenar vacío, a veces insoportable, con banalidades aun más vacías. Cada uno estaba siempre a solas consigo mismo.
El silencio fue un gran descubrimiento porque, sin las palabras de los demás, me di cuenta de que la grandiosa belleza de la naturaleza está en su silencio. Miraba las estrellas y notaba su silencio; la luna no hacía ningún ruido y el sol salía y se ocultaba sin ni siquiera un murmullo. Incluso el fragor de la cascada, los gritos de las aves o el soplar del viento entre las frondas de los árboles, me parecían parte de un extraordinario, animado, cósmico silencio del que gozaba y en el que hallaba la paz.
Me pareció que el del silencio era un derecho natural que nos han quitado. Pensé horrorizado en cuanta vida se nos va aplastada por la cacofonía que nos hemos inventado con la ilusión de que nos cause placer o nos haga compañía. Todos deberíamos reafirmar este derecho al silencio de vez en cuando, y concedernos una pausa: una pausa de varios días de silencio para escucharnos a nosotros mismos, para reflexionar y recuperar un poco de higiene.
Otro placer venía del esfuerzo. Con el paso de los días, el haberse comprometido a respetar las prohibiciones adquiría cada vez más valor, y el mantener ese compromiso nos daba la sensación de obtener una fuerza. John decía que aquel esfuerzo servía para necesaria para alcanzar el estado de meditación. Y era cierto que, lentamente, el hecho de realizar un esfuerzo nos hacía merecedores de alguna recompensa. , repetían John y el general, dándonos a entender que, a fuerza de concentrarnos en aquel punto donde la respiración toca la piel, tomaríamos el control de nuestra mente y, con ello, nos abriríamos nuevos horizontes.
Aquella era la verdadera razón de que yo estuviese allí. Durante todo aquel año pasado entre adivinos, de alguna manera había terminado por encontrarme frente a la palabra y quedar fascinado por la posibilidad de sus . Se me ocurrió pensar que el uso de la mente en Occidente se había ido limitando a causa de una serie de distintas razones, y que con ello se había perdido gran parte de su capacidad. Me interesaba descubrir aquella vía olvidada, si es que había existido realmente. ¿Podía atrofiarse la mente como cualquier otro órgano que no se aproveche en todo su potencial?
Pensaba en mí mismo. Desde hace años, corro algunos kilómetros cada mañana, hago gimnasia e intento ejercitar los músculos que me son más útiles. ¿Pero cuando me he ocupado de mi mente? ¿Cuando he hecho ejercicios para forzarla, para permitirle demostrar donde es capaz de llegar? La mente es uno de los instrumentos más sofisticados que tenemos a nuestra disposición, y ¡no la tratamos con el mismo cuidado que dedicamos a los músculos de las piernas! No la enseñamos a concentrarse, no la adiestramos en el desarrollo de ciertos poderes que algunos le han atribuido en el pasado.
Alexandra David Neel, la extraordinaria exploradora francesa del Himalaya durante la década de los treinta, hablo de lamas tibetanos capaces de desmaterializarse con la mente, y de otros capaces de comunicarse entre si a gran distancia. ¿Todo falso? Quizá no. Quizá hay algo en la mente humana que hemos perdido con el tiempo. La hipótesis de que en algún rincón del mundo todavía existan seres humanos capaces de usar la mente de ese modo, empujó a algunos europeos a recorrer Asia en su búsqueda. En 1924, un joven inglés llamado Paul Brunton recorrió la India en busca de yoguis, eremitas y faquires, intentando entender como pudieron alcanzar una a través de un ejercicio de la mente que según el, estaba haciendo desaparecer la modernización.
El primer paso de todas las distintas vías hacia aquella era la meditación. Así pues, era necesario entender su significado.

Continuará....

Sanuk


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