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domingo, junio 05, 2011

El acoso del Razonamiento

Este articulo está escrito por el escritor Español Javier Marías, al que admiro y he leído en el pasado.

Después de lo que escribí hace unas semanas, quiero poner este articulo de él, porque considero que vine muy al caso de lo que hable.

Espero coincidan conmigo en que es muy cierto que nuevamente debemos hacer un acto de conciencia y ver como todos juntos apoyamos y no dejamos que unos cuantos callen a la gente valiosa que todavía queda en estas sociedades tan descompuestas.

El acoso del Razonamiento

Hasta hace no mucho tiempo, existía una tradición inviolable, y lo que quiero decir con este exagerado adjetivo es que por supuesto podía violarse, pero quien lo hacía quedaba inmediatamente expuesto al descredito y privado de razón. Esa tradición atañía a la discusión, ya se diere en el ámbito privado, ya en el publico. Si alguien afirmaba algo en el transcurso de una cena o de una tertulia, y un interlocutor se lo rebatía con argumentos, el primero estaba obligado a refutar a su vez y a aportar nuevas razones que sustentaran lo que había afirmado y desbarataran las esgrimidas por el segundo. Si no encontraba esos nuevos argumentos, o estos carecían de peso y no resultaban convincentes –no ya para el adversario, sino para los presentes, que en cierto modo ejercían de árbitros, aunque solo fuera con murmullos de aprobación o desaprobación-, sus aseveraciones iniciales debían ser retiradas o matizadas, o quedaban lo bastante desautorizadas para diluirse: en todo caso no prevalecían. Le suponía aun mayor desdoro irse por las ramas y evitar la confrontación, lo que hoy se llama –con expresión pedestre- “echar balones fuera”: cambiar de tema e intentar desviar la atención del aprieto en que se hubiera metido. Y la peor de todas las reacciones, la que más lo desprestigiaba y jamás se consentía, era no contestar nada, callar, fingir que lo aducido por su contrincante no había existido ni por tanto necesitaba replica. Dentro de esa tradición se inscribía el viejo dicho “El que calla, otorga”, esto es, el que mira hacia otro lado y se pone a silbar, el que se hace el distraído y no se da por aludido tras una interpelación directa, está concediendo la razón al otro, está reconociendo su arbitrariedad o su equivocación. Y eso vinculaba, quiero decir que ese individuo ya no podía volver a la carga y seguir afirmando lo que había sido incapaz de demostrar o defender; quedaba desarbolado, y, cada vez que insistiera en sus opiniones carentes de base y de sostén, se le recordaría la argumentación que no pudo combatir.

Esta vieja tradición dialéctica, fundamental para la convivencia, ha saltado por los aires. Los políticos actuales no habrían sobrevivido a un solo rifirrafe de estas características hace veinte años, no digamos hace cincuenta. A ninguno se le habría tolerado –o no sin un monumental descredito para él- hacer caso omiso de las preguntas de los periodistas, de las opiniones fundadas de los columnistas, de las argumentaciones de sus adversarios. No habría sido de recibo que contestaran “Eso hoy no toca”, o “Que buen tiempo hace”, o “Lo único que importa es que somos lo mejor para España” ante una pregunta directa o en medio de una discusión.

Se los habría llamado de inmediato al orden: “Oiga, no me ha respondido”, o “No ha refutado lo que le he dicho”; y si se hubieran empeñado en seguir rehuyendo la cuestión, nadie les hubiera aceptado que volvieran a hablar, al menos no de esa cuestión. Esta actitud de los políticos no solo se consiente y no les trae consecuencias, sino que además ha contagiado al resto de la sociedad.

Lo habitual es hoy que, si alguien aduce o argumenta algo con suficiente convicción y el interpelado no sabe oponer resistencia, este finja no haber oído, o es más, finja que nadie ha oído, que las palabras que lo incomodan no han sido pronunciadas o escritas, no han existido. A veces, como mucho, las despacha con ese comodín ridículo de “Esa es su opinión”, como si las opiniones ajenas no nos afectaran y no debieran ser refutadas o contrarrestadas por la propia, eso sí, con argumentos. Hoy es posible asistir a este dialogo: “El sol sale por oriente”. “Ah, esa es su opinión”.

Lo más grave de esta actitud generalizada, y admirada por los espectadores o árbitros, es que pronto muy pronto, los que se molestan en razonar desistirán de ello, en vista de su inutilidad. Y eso es lo que en el fondo anhelan los políticos y cuantos no soportan disensión ni discrepancia alguna. Hace unos meses leí que ya se había producido un abandono: Félix de Azua, uno de los mejores argumentadores de nuestro país, anuncio que dejaba sus colaboraciones en El Periódico de Catalunya ante la imposibilidad no ya de convencer a nadie de nada, sino ante la evidencia de que sus columnas eran leídas como quien lee llover (no pude ver ese texto suyo, pero si algunos comentarios sobre él). Cuánto van a durar deslomándose, dándose con la cabeza contra una pared o contra el vacio, los que aun aspiran a tener razón –y, por tanto, a que se les dé- y se preocupan de demostrar que la tienen mientras otro no se la quite con las mismas armas dialécticas de buena ley? ¿Cuánto más duraran sin hartarse los Sabater, Ferlosio, Ramoneda, Julia o Gómez Pin, por mencionar a unos pocos articulistas de este diario, si lo único que obtienen son ladridos en el mejor de los casos y oídos sordos en el peor? ¿Si los gobernantes o los contrincantes no se dan por aludidos aunque hayan sido señalados con el dedo, y no van a sentirse obligados a responder ni a rectificar, y la ciudadanía en pleno se lo consiente? A este paso llegara un día en el que las cabezas pensantes habrán sido anuladas por el agotamiento, el hastío, el desaliento que esta situación produce. Y entonces estaremos aun más desahuciados: aunque ahora no haya respuesta ni reacción, y solo “balones fuera”, los argumentos todavía existen, y los lectores- árbitros disponemos de ellos. Lo malo de veras será cuando a nadie le compense el esfuerzo, y nadie lleve la contraria a los vacuos que –ellos sí, impertérritos- seguirán hablando, e imponiendo.

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