Un relato sobre Varanasi y la India escrito por nuestro hijo, también aventurero en Asia y de hecho, instigador de nuestra propia aventura:
¿Cómo empezar un relato de viaje después de tantos meses de ausencia? ¿Qué medicinas se utilizan para cebar la maquina de la memoria? Ahora, sentado en la terraza de nuestro búngalo, los detalles de las aventuras de los últimos seis meses parecen tan distantes. Mirando los reflejos de la luz sobre el mar a la caída de la tarde – en una islita a sesenta kilómetros de la costa, en la provincia de Chumphon, en el sur de Tailandia – encuentro que mis recuerdos son tan inaccesibles como la costa. Y así, entre más me esfuerzo por encontrar la tierra en el horizonte, tanto más oculto me parece cualquier recuerdo de aquel continente en sedición.
Por los audífonos escucho música clásica India, en un intento por primar la memoria. El relato no puede ser lineal, las memorias engullen todo mi ser. Un discípulo Zen caminaba alrededor de la orilla de un lago con su maestro. Se detuvo y preguntó, "Maestro, cual es la esencia del agua". El maestro dió media vuelta y lo empujó al lago. Tal vez algo parecido me sucede cuando trato de describir nuestra estancia en la India. Tal vez el largo silencio no ha sido otra cosa que la inhabilidad de contar la historia; de contarme la historia a mi mismo. La intensidad que siento por esa parte de nuestro viaje vivirá necesariamente y exclusivamente en aquel presente.
Empieza a dar resultado la canción, a la melodía de la cual lloró Avishek -- un amigo brahmán que conocimos -- una noche en Varanasi; Benares; ciudad de la luz. Jamás sabremos porque lloró, era un llanto demasiado profundo y nostálgico para que nos atreviéramos a preguntar. Tal vez fue un llanto de felicidad. Sabrá solo él y su dios lo que sucedía en su mente al ritmo del "shanti-mantra".
Ahora, en el horizonte de la memoria puedo ver a la Gran Madre, al Ganges, el río mas sagrado de los hindúes, el cual bordea Varanasi en su gran trayecto desde los Himalayas hasta el mar. Cualquiera que muera en esta ciudad mítica escapa para siempre del ciclo de la vida y la muerte. Varanasi, pasaporte y visa al Nirvana. Varanasi, vida y muerte, sonrisa y llanto. Varanasi, ciudad oscura, mágica, trágica, eterna. En otro crepúsculo, en otro continente, me acerque a la orilla del Ganges a tirar mi puja – mi platito de hoja de plátano, bañado en flores de zempasuchil, con una velita de esperanza bailando en el centro. En una tarde como ésta, después de un ritual indescriptible – impregnado de olor a incienso, – parado a la orilla del Manikarnika Ghat, vi como se alejaba mi velerito alumbrado, y en la distancia parecía unirse a la procesión de otros cientos de barquitos esperanzados. En tardes como ésta nos sentamos en el techo de nuestro hotel y vimos una pared de humo humano distorsionar el horizonte. Sí, en Varanasi queman a algunos muertos. A la orilla del río, en ciertos Ghats se construye una gran hoguera de madera, y tras un ritual complicado se convierte un cuerpo en cenizas, dejando – dos horas y media mas tarde – tan solo los huesos más resistentes de la cadera y el tórax para ser desechados en el Ganges. Sin embargo, la madera para la quema es cara. Para algunos de los difuntos económicamente menos afluentes, la hoguera se extingue dejándolos cocinados a término medio, lo cual sin duda es motivo de celebración para los perros carroñeros que habitan el susodicho Ghat. También puedo asegurar que muchos muertos dejaron parte de su esencia en mis narices y pulmones, constancia que quedó impregnada en una constante mucosidad color café, color a Indio.
Varanasi, sueño y pesadilla. Por las calles laberínticas de la ciudad vieja, caminamos esquivando vacas sagradas y búfalos de agua, a través de pasillos bordeados por paredes manchadas. Mi pequeña lámpara ilumina los siguientes metros del laberinto. Se escucha el ladrido de perros. En las noches, en todo el país, éstos animales que parecieran tan dóciles durante el día, salen a cazar en manadas y se convierten en verdaderos monstruos. Vuelvo la cabeza y clavo mi vista a la oscuridad que disuade cualquier pensamiento de huida. Aquí el pasado inmediato es ya inaccesible. Aquí no existe la retaguardia. No hay otro camino más que adelante. Solo puedo avanzar mirando el suelo en frente de mí, y así, al estrellarme contra el presente, en medio de una claustrofobia liberadora voy descubriendo mis miedos. Finalmente, el pasillo desemboca al río, y esquivando los bultos de personas que duermen en ésta especie de terraza gigante, llego hasta el barandal de piedra. Desde aquí las luces débiles se reflejan y dispersan en el río, contra edificios mágicos, en un sueño tornasolado del que no puedo despertar. Mientras más me alejo de mi realidad occidental más me parece que me acerco al origen de una gran espiral, mareado por las curvas que se van volviendo más cerradas en tanto más me acerco a la causa y al cauce. Ya oscureció, ya terminó el mantra, y los recuerdos que fluían a través de los audífonos también se han ido. Me siento cansado, como si hubiese revivido esos días una vez más. Escucho el leve sonido de las olas en la playa y con una imagen final de Avishek, una lágrima deslizándose por su mejilla – una mirada de dolor nostálgico -- entiendo que hoy así debe terminar la historia.
Marcel Ventosa
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